martes, 8 de enero de 2019

3ª sesión de la IV edición de CARPE LITTERAM




EL PARAGUAS

El cielo llora, está lloviendo
el agua forma pequeños riachuelos
que recorren los bordillos de las aceras.
Para evitar mojarse,
algunas personas corren
otras, se esconden bajo un techo improvisado.
yo, ni corro ni me oculto
y, sin embargo, no me mojo.
Llevo un techo portátil,
con pulsar un botón, lo despliego,
con pulsar un botón, lo contraigo.
La lluvia cae, los coches salpican
y ni una gota roza mis pies.
¡Qué alegría poder caminar
como un objeto impermeable!

Alejandro Puga



EL PARAGUAS

El cielo llora, está lloviendo.
El agua forma pequeños riachuelos
que recorren los bordillos de las aceras.
Para evitar mojarse,
algunas personas corren,
otras, se esconden bajo un techo improvisado.
Yo, ni corro ni me oculto,
y, sin embargo, no me mojo.
Llevo un techo portátil:
con pulsar un botón, lo despliego,
con pulsar un botón, lo contraigo.
La lluvia cae, los coches salpican,
y ni una gota roza mis zapatos rojos.
¡Qué alegría poder caminar
por mi pensamiento
como un rey de una ciudad impalpable,
… como el rey de la ciudad en tus ojos!

Introduzcamos, con el mayor respeto, algunos cambios en el poema de Alejandro Puga. Vamos a intentar que, como en Antonio Machado, la anécdota realista, aparentemente descriptiva y banal, que él tan bien ha sabido reflejar, de la ciudad lluviosa, se despliegue con pocos adjetivos hacia un final donde el yo se apropie íntimamente del poema y obligue a percibir la realidad de otra manera.
De la ciudad gris, que emite señales que solo el poeta percibe, con ese intercambio de lo abierto y cerrado de su paraguas que puede ser una imagen de su propio pensamiento – ahora pienso, ahora no pienso; ahora miro hacia fuera, ahora hacia dentro, como un semáforo espiritual-, pasamos a la visión interior. Destella el rojo hiriente, salvador de sus zapatos rojos reforzado por la aliteración y el brusco sonido de la /j/ que contrasta con la neblinosa urbe donde todos buscan guarecerse de la tormenta. Como dentro de una pecera, a su vez, el pensamiento del poeta se refugia en su mente creadora que aporta la luz y el color que le falta al mundo cotidiano. Son los poderes de la imaginación.
Al final, ponemos la guinda. El poeta pasea sin mojarse con la única defensa de su pensamiento poético. Su paraguas, ahora se transforma, es el escudo que le permite caminar casi como en un ascenso, sin rozarse con esa realidad, o mejor, adueñándose de ella para dotarla de un alma, de una emoción poética nueva. Es un rey, un pequeño monarca de los espacios intangibles de su imaginación. Machadianamente, si queremos, aunque no es necesario, con el último verso dejamos que el tú poético, la amada, sea quien contemple el mundo a través de nuestros ojos. Y, ¡voilá!


Veamos ahora cómo lo hace el maestro Antonio Machado. Para saber más, consulta este enlace donde el poeta Alejandro Duque Amusco, en un breve artículo, analiza métricamente el poema de Antonio Machado:
https://www.castelldefels.org/entitats/alga/68_centrales_11.htm

A UN OLMO SECO

Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.

     ¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.

     No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.

     Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.

     Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas de alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,  
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.

Antonio Machado





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